Todos los hombres se hallan sometidos a las mismas leyes naturales. Todos nacen con idéntica debilidad, están sujetos a iguales dolores, y el cuerpo del rico se destruye como el del pobre. En consecuencia, Dios no ha otorgado a ningún hombre una superioridad natural, ni por el nacimiento ni por la muerte. Ante Él todos son iguales.
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