El reino de los cielos es semejante a un padre de familia
que salió muy de mañana a ajustar obreros para trabajar en su viña; habiendo
concertado con los trabajadores que ellos tendrían una moneda por su jornada,
los envió a la viña. Saliendo cerca de la hora tercera del día, vio a otros que
estaban en la plaza ociosos, y les dijo: Id también vosotros para mi viña y os
daré lo que fuere razonable; y ellos para allá se fueron. Salió, aún, en la sexta
y en la novena hora del día, e hizo lo mismo. Y saliendo en la décima primera
hora halló otros que estaban sin hacer nada y les dijo: ¿Por qué estáis aquí
todo el día sin trabajar? Es – dijeron – porque ninguno nos ajustó. Y les dijo:
Id también vosotros a mi viña.
Cuando llegó la tarde, el señor de la viña dijo a
su mayordomo: Llama a los obreros y págales comenzando desde los últimos hasta
los primeros. Aquellos, pues, que habían venido sólo cuando estaba cerca la
décima primera hora, recibieron cada uno una moneda. Los que fueron ajustados
primero, llegando su vez, creyeron que se les daría más, pero no recibieron
sino una moneda cada uno; y recibiéndola murmuraban contra el padre de familia
diciendo: Éstos últimos sólo trabajaron una hora y los has hecho iguales a
nosotros, que cargamos el peso del día y del calor.
Más, en respuesta, dijo a uno de ellos: Amigo, no
te hice injusticia; ¿no concertaste conmigo una moneda por tu jornada? Toma lo
que te pertenece y vete; pues quiero dar a este último tanto como a ti. ¿Acaso
no me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?
Así, los últimos serán los primeros y los primeros
serán los últimos, porque muchos son llamados, más pocos escogidos. (San Mateo,
cap. XX, v. de 1 a 16).
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